El sentimiento del derecho, la satisfacción de tener razón, la alegría de poder estimarse uno mismo son, querido señor, poderosos resortes para mantenernos en pie o para hacernos avanzar. En cambio, si usted priva a los hombres de estas cosas, los transformará en perros rabiosos. ¡Cuántos crímenes se cometieron sencillamente porque sus autores no podían soportar estar en falta! Conocí a un industrial que tenía una mujer perfecta, admirada por todos, y a la que él, sin embargo engañaba. Ese hombre literalmente rabiaba por estar en falta, por encontrarse en la imposibilidad de recibir ni de darse un certificado de virtud. Cuantas más perfecciones mostraba su mujer, más rabiaba él. Por fin su culpa llegó a hacérsele insoportable. ¿Qué cree usted que hizo entonces? ¿Dejar de engañarla? No. La mató. Y fue así como lo conocí.
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Beba conmigo, pues tengo necesidad de su simpatía. Veo que esta declaración le asombra. ¿Nunca tuvo usted súbitamente necesidad de simpatía, de ayuda, de amistad? Sí, desde luego. Yo aprendí a contentarme con la simpatía. La podemos encontrar más fácilmente y además la simpatía no compromete a nada. En cambio, la amistad ya es algo menos sencillo. Tardamos en obtenerla y nos cuesta trabajo obtenerla. Pero, cuando la tenemos, ya no hay manera de desembarazarse de ella. Hay que enfrentarla. Sobre todo, no vaya a creer usted que sus amigos le telefonearán todas las noches, como deberían hacerlo, para saber si no es precisamente esa la noche en que usted decidió suicidarse, o sencillamente si no tiene necesidad de compañía, si no se dispone a salir. Pero no, si los amigos telefonean, tenga usted la seguridad de ello, lo hacen la noche en que usted no está solo y en que la vida le parece hermosa. Ellos más bien lo empujarán al suicidio, en virtud de lo que usted se debe a sí mismo, según ellos. ¡Que el Cielo nos guarde, querido señor, de que nuestros amigos nos coloquen demasiado alto!
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Conocí a un hombre que dedicó veinte años de su vida a una casquivana, a la que le sacrificó todo, las amistades, el trabajo y hasta la decencia de su vida, y que una noche se dio cuenta de que nunca la había amado. Lo que ocurría es que se aburría; eso era todo. Se aburría como la mayor parte de la gente. Entonces se había creado, a toda costa, una vida de complicaciones y de dramas. ¡Es menester que pase algo en nuestra vida! Aquí tiene usted la explicación de la mayor parte de los compromisos humanos. Es menester que pase algo, aunque sea el sometimiento sin amor, aunque sea la guerra o la muerte. ¡Vivan, pues, los entierros!
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¡Ah!, en aquellos tiempos nadie escondía su juego. Tenían estómago, decían: «Vaya, tengo riquezas, trafico con esclavos, vendo carne negra». ¿Se imagina usted hoy a alguien que hiciera conocer así, públicamente, que ese es su oficio? ¡Qué escándalo! Ya me parece oír a mis conciudadanos parisienses; es que ellos son irreductibles en este punto. No vacilarían en lanzar dos o tres manifiestos, o tal vez más. Y, pensándolo bien, yo agregaría mi firma a la de ellos. La esclavitud, ¡ah! Pero no, estamos contra ella. Que nos veamos obligados a instalarla en nuestra casa o en las fábricas, pase. Eso está en el orden de las cosas. Pero ¡vanagloriarse de ello es el colmo!
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Dicho sea entre nosotros: la servidumbre, y de preferencia sonriente, es, pues, inevitable. Pero no debemos reconocerlo. ¿No es mejor que aquel que no puede prescindir de tener esclavos los llame hombres libres? Primero por una cuestión de principios, y luego para no desesperarles. Les debemos esta compensación, ¿no le parece? Así ellos continuarán sonriendo y nosotros conservaremos nuestra tranquilidad de conciencia. Si no fuera de este modo, nos veríamos obligados a volvernos sobre nosotros mismos, enloqueceríamos de dolor y hasta nos haríamos modestos. Cualquier cosa puede temerse. Por lo demás, ningún anuncio comercial.
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Pero no se elimina tan fácilmente el juicio. Hoy día estamos siempre dispuestos a juzgar, así como a fornicar, con la siguiente diferencia: que no hay que temer desfallecimientos.
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No nos perdonan nuestra felicidad y nuestros éxitos si no consentimos generosamente en compartirlos. Pero para ser feliz no hay que ocuparse demasiado de los otros. Luego, no hay salida posible: feliz y juzgado, o bien absuelto y miserable.
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Sobre todo, no crea a sus amigos cuando le pidan que sea sincero con ellos. Únicamente esperan que usted les confirme la buena idea que de sí mismo tienen, al suministrarles usted una certeza suplementaria que ellos obtienen de su promesa de sinceridad. Pero ¿cómo la sinceridad podría ser una condición de la amistad? El gusto de la verdad a toda costa es una pasión que no respeta nada y a la que nada puede resistir. Es un vicio, a veces una comodidad, o bien una manifestación de egoísmo. De manera que si se encuentra usted en este caso, no vacile: prometa ser sincero y mienta lo mejor que sepa. Así responderá usted a los deseos profundos de sus amigos y les probará doblemente su afecto.
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El otro día hablaba usted del Juicio Final. Permítame que me ría respetuosamente de él. Lo espero a pie firme. Conocí algo peor: el juicio de los hombres.
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Una persona de mi círculo dividía los seres en tres categorías: los que prefieren no tener nada que ocultar antes que verse obligados a mentir; los que prefieren mentir antes que no tener nada que ocultar, y en fin, aquellos a quienes les gusta al mismo tiempo mentir y ocultar. Le dejo a usted que elija el casillero que más me conviene.
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Hay que perdonar al Papa: primero, porque él tiene más necesidad que nadie de que lo perdonen, y segundo, porque es la única manera de colocarse por encima de él.
ALBERT CAMUS
La caida
Madrid: Alianza Editorial, 2012
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